jueves, 12 de febrero de 2015

A propósito de Sara...

Hoy es el cumpleaños de Sara. Se me ocurren mil maneras de homenajearla... A ella y a mi, claro, pero intentando alejarme del tópico: "cómo pasa el tiempo, qué mayor está, si parece que fue ayer..." Pero no es tarea fácil porque, en realidad, es exactamente así...
 
Si me remonto al principio de esta historia diré como verdad irrefutable que el nacimiento de un niñ@ revoluciona todo tu mundo y el de tu entorno hasta niveles insospechados y se multiplica por mil si es el primer bebé para padres, abuelos, tíos... Para que nos entendamos, un verdadero cataclismo de emociones que nos transformó uno por uno y para siempre. 
 
Existe un cierto paralelismo entre el tiro que le pegan a Harrison Ford en la película cuyo título plagio en esta entrada y el impacto que supone la maternidad. A él, en la ficción, esa circunstancia le concede una segunda oportunidad para rectificar errores y mejorar como persona. A mi me ha dado la posibilidad de madurar, de entender, de escuchar, de sentir...

Un hijo es un disparo directo al corazón que convierte tu vida en un torbellino del que ya nunca saldrás. Y reconocer eso forma parte del viaje que emprendes el día que nace. En mi caso, porque en ese instante y, sobre todo, en los días, semanas, meses y años siguientes entendí esa realidad que te anula y te confirma a partes iguales.
 
Acepté que todo se vuelve del revés en tu interior cuanto le sube la fiebre y llora porque le duele algo, o le sangra la nariz, o un niño en el parque no le deja sus juguetes o siente miedo en su primer día de piscina, o se desilusiona porque su esfuerzo no se ha visto recompensado como esperaba,  o comienza a "sufrir" los impactos de emociones desconocidas. Asumí como parte de mi oficio como madre vivir en un permanente estado de alerta que no se relaja ni en situaciones "presuntamente" festivas. Por ejemplo, cuando tiene un papel protagonista en el festival del colegio y aparecen las mariposas en el estómago (por si se cae, por si se queda en blanco, por si...)  y se van cuando ha terminado con éxito y mi sonrisa de alivio y orgullo, ilumina todo el salón de actos. Reconocí que mis sueños y mis miedos ya no me pertenecen, que soy el espejo en el que se mira, que mis errores la desorientan y mis aciertos la guían. Y, sobre todo, que es mi responsabilidad acompañarla en su camino.
Sara es la que se despierta y se duerme día tras día en la habitación de al lado, la que huele a curiosidad y a risas. Es inteligente, firme, cariñosa, alegre y directa. Ahora que la adolescencia le revoluciona la mente y el cuerpo es aún más complicado contener su impulsividad, sus ganas de avanzar en la vida cual caballo de Atila. A las preguntas imposibles y argumentos agotadores de antaño, cuando era una niña inquieta y vivaracha, los sustituyen hoy contestaciones impertinentes y razones subjetivas de adolescente "sabidilla" que ponen a prueba mi carácter. A pesar de ello, en los momentos de tregua que concede nuestra batalla diaria, todavía se me corta la respiración cuando me da uno de sus abrazos apretados e interminables y dice “te quiero muchísimo, eres la mejor”. O cuando me mira con esos ojitos vivos y grandes... Sonríe y me llena el alma…
 
Sara es la maestra que me ha enseñado a llorar sin pudor... La que muestra día a día cómo el tiempo desfila rápido e implacable ante mí, perceptible en cada detalle de su físico, su ropa, su aprendizaje, su lucha por ser independiente, sus peleas con el mundo, sus emociones confusas y sus carcajadas contagiosas.
 
A lo que hoy escribo no lo acompaña la preocupación por lo que vendrá mañana ni lo contamina el disgusto del ayer... Son palabras sencillas y libres, una caricia a mis propios sentimientos, esos que nacieron un martes de carnaval hace 13 años.