Ayer me ocurrió una de esas cosas que te arrancan una amplia y sincera sonrisa y que obligatoriamente tuve que compartir por whats app como corresponde a los tiempos que vivimos, con los otros dos protagonistas: mis hermanos.
Los tres pasamos ya de la treintena. Bueno, uno ya sobrepasa tímidamente los 40 y yo estoy al borde...Solo el "pequeño" atisba el número de la suerte a cierta distancia.
Os cuento...Acabó el Italia-Alemania (lo sé, soy una enferma que veo todos los partidos pero éste era para estudiar bien al rival del domingo) y comenzó el momento del záping por si teníamos suerte y encontrábamos algo decente para ver antes de acostarnos. Y entonces apareció... una película en la 1ª cuyo protagonista era John Wayne y el título "El gran Mclintock"... Y ahí surgió el ataque de risa y de nostalgia.
Mclintock era el nombre en clave que Luis, el mayor de mis hermanos, utilizaba cuando jugábamos a indios y vaqueros sobre los sofás granates de material casi plástico que había en la casa de mis padres y cuyos apoyabrazos acabaron destrozados de tanto ser montados cual caballos por los intrépidos forajidos... Richard era Alberto, el pequeño, y la chica de la película, es decir, yo, se llamaba Liana. Como podéis observar los nombres eran ya absolutamente internacionales para la época (más o menos principios de los 80) y la imaginación desbordante hacía que el juego se prolongase bastante tiempo y no nos cansáramos de repetirlo día tras día. Recuerdo que hasta las figuritas de cristal del mueble de madera oscura de los de toda la vida tenían una utilidad estupenda aparte de acumular polvo ¡¡¡Eran los chupitos de la cantina del lejano oeste!!! Si es que no nos faltaba de nada...
Uno de los recuerdos que tengo de cuando yo era niña es que teníamos pocas cosas (en el sentido material), muy pocos juguetes como tales... Lo clásico, la sillita de muñecas, la de paseo azul o roja con rayas blancas no las "inglesinas" de ahora... los balones, algún coche, las canicas, las chapas, muchas bolsas de indios y vaqueros y la bici... Nada más y nada menos. La Nancy, como era un lujo, vino más tarde, con la primera comunión, y el Exin castillos fué un éxito inesperado para los tres. También recuerdo un payaso de plástico al que había que encestarle unos aros de colores y que casi quemamos con una estufa.... No recuerdo exactamente quién fué el culpable pero seguro que yo no...
Tuve también unos barriguitas, los auténticos, no los diseños horribles que han lanzado estas navidades pasadas, con su armario amarillo y sus perchas pequeñitas para colgar la ropa. Y un nenuco...o una imitación, no sé...
Pero éramos muy afortunados... Teníamos la suerte que todo niño desea: vivíamos en la calle...no en un parque con columpios sino en la calle directamente.
Por las circunstancias profesionales de mi padre nuestra infancia transcurrió en los cuarteles, en una época en la que había muchos niños de la misma edad con los que jugábamos hasta que casi era de noche (o sin casi) y nuestra madre nos llamaba a gritos desde la ventana un montón de veces... Íbamos al cole solos, en grupo, atravesando la "calleja" (nombre asturiano para una "corredoira"embarrada). Cuando ya era final de curso nos entreteníamos comiendo moras directamente de la planta (¡horror, sin lavarlas!) y cruzando la carretera general hasta llegar al cole, donde hacíamos una fila sin nuestros padres observando cada uno de nuestros pasos.
Los veranos los pasábamos en la playa, dando la paliza hasta que nos permitían bañarnos y salíamos del agua con los dedos arrugados y ateridos de frío. Nos merendábamos unos bocatas enormes y mirábamos al horizonte con pánico por si mi padre aparecía después de su partida de cartas para tirarte al agua sin atender a tus súplicas y escondidos tras la espalda de mi madre por aquello de "perderle el miedo al agua".
Las cosas han cambiado mucho y supongo que así debe ser aunque creo que en algunos aspectos el rumbo es equivocado. Los niños no van solos a ninguna parte, los llevamos y recogemos a la puerta del colegio, juegan en los parques mientras les ayudamos a subir al tobogán, o vigilamos a cierta distancia si ya son más mayorcitos, por si se caen y sangran por la rodilla; bajo ningún concepto van a comprar el pan al barrio, tienen tantos juguetes que no saben a qué atender y su agenda está tan repleta de actividades extraescolares que apenas pueden jugar.
Sara, mi hija mayor, es una niña curiosa a la que le encanta que le cuente anécdotas de cuando sus tíos y yo éramos pequeños y le sorprenden muchas cosas, como es lógico. Entre las miles que le he contado hay dos que empatan entre sus preferidas.
Una es el hachazo que su padrino, Luis, me metió en la mano derecha mientras le sujetaba la rama de un pino que su mente lúcida había decidido cortar para Navidad; y otra, la bajada temeraria en bicicleta por una cuesta empinada y llena de gravilla y que terminó con Alberto y yo por los suelos: él con la cara rascada y yo con un diente roto... Todo ello unos días antes de mi primera comunión. Por menos, hoy en día la Xunta nos retira la custodia...jajaja.
También le sorprende mucho que nosotros no íbamos a natación, ni a inglés, ni a ballet, baloncesto, pintura, música, judo etc. Simplemente jugábamos en la calle. También es cierto que cuando yo era niña y en pueblos pequeños no teníamos acceso a este tipo de actividades, porque no existía tanta oferta ni nuestros padres podrían afrontar el gasto. Y no pasaba nada. Todavía hoy me pregunto cómo llegaban a fin de mes con un sueldo y tres niños, cómo mi madre no acabó en un psiquiátrico con tres fieras a su cargo 24 horas 365 días al año, y, sobre todo, de qué modo consiguieron hacer de nosotros las personas solidarias, honestas, alegres y respetuosas que hoy somos. Al fin y al cabo, esa es la tarea más hermosa y más difícil de unos padres.
Las supuestas necesidades de los niños de hoy no son ciertas, se las crea la publicidad y nosotros mismos como padres. Les hacemos competitivos desde que nacen: "el mío con tantos meses ya andaba, hablaba....", más adelante con las notas del colegio, los deportes y hasta los festivales de fin de curso.
Pero yo estoy convencida de que, a pesar de las consolas, el ordenador, la televisión y los móviles, los niños de ahora también adoran la calle... El problema es que, por la razón que sea, no les dejamos ser libres, los encerramos en los espacios abiertos de los parques perfectamente delimitados y les hacemos partícipes de nuestros miedos sin querer, al no permitirles poco a poco cierta independencia. Perfecta la canción de Serrat, "esos locos bajitos" para ilustrar lo que pretendo decir.
Alguna vez me han dicho que cuando uno mismo empieza a pensar con nostalgia en su infancia y decir "antes era mejor" es que se hace viejo... Pero yo no comparo para nada mi niñez con la de mis hijos, son épocas diferentes, con matices distintos y la realidad de hoy es más compleja. Pienso que los niños del siglo XXI tienen suerte en muchísimos aspectos pero salen perdiendo con respecto a nuestra niñez, en el tiempo que les dedicamos sus padres.
Mi aspiración, con respecto a la infancia de mis hijos es que, cuando ya tengan perspectiva para "juzgar" mi trabajo como madre, recuerden sus días como niños con alegría, con ilusión, sintiendo que se les quiso, se les enseñó y se les guió lo mejor que supimos.
Esa sería mi mayor victoria, que, cuando vuelvan atrás, piensen en su niñez y solamente vean luz.