lunes, 28 de agosto de 2017

Muerte súbita... y más.

No vi ninguna luz, ni sentí dolor, ni tuve unos segundos para que toda mi vida pasase por delante de mis ojos al estilo Hollywood. No tuve tiempo para pensar, ni despedidas ni angustias. No tuve palabras de consuelo de las que conceden tranquilidad ni más compañía que la propia ignorancia de lo que sucedería en los siguientes segundos. Nada de nada. Quizá por eso el recorrido de los días y semanas posteriores fue tan confuso, entre el alivio y el enfado, la euforia, las lágrimas, las preguntas, las respuestas, el inconformismo, la negación y el miedo.

El primer instante fue como estar observando una escena casi desde fuera, aturdida y cansada percibiendo al instante que algo muy grave había sucedido cuando alrededor de la cama las caras de los míos aunque iluminadas por una amplia sonrisa, me parecían ensombrecidas por las ojeras y el gesto desencajado. Cuando fui consciente por fin de dónde estaba, de que no habían pasado unas horas sino días y que aquellas caras entre el terror y la paciencia intentaban que me creyese lo increíble, mi mundo se cayó a plomo, con todo su peso, con toda su importancia y nada volvió a ser lo mismo.

Sentí que toda aquella euforia de mi familia, mis amigos, mis compañeros de trabajo...me arrastraba sin darme un respiro para asumir lo que había ocurrido y a qué clase de monstruo debía enfrentarme a partir de ahora. No podía pensar con claridad. Me repetían una y otra vez que había sido afortunada, que todo iba a ir genial los próximos 50 años, que era un nuevo cumpleaños y no sé cuántas cosas más destinadas a despertar un optimismo impensable cuando te acabas de enterar de que has estado muerta. 

La visita del médico insistió en que pertenezco al porcentaje mínimo que sobrevive y además "como si nada", "recuperando el 100%". Yo escuchaba palabra por palabra cada discurso destinado a convencerme de mi suerte cada vez más sorprendida. Me mostraba dócil y atenta en cada charla tras la visita profesional que en un lenguaje médico retorcido pero cercano enumeraba las pruebas a las que se me había sometido y las que faltaban. Las visitas desfilaban día tras día incrédulas de verme "tan bien" con sus sonrisas, regalos, anécdotas y abrazos. Y yo seguía en el medio de aquella vorágine todavía impresionada.

Pero lo que me sostuvo en pie cuando me caía ahogada en mi desconcierto fue el sentimiento maravilloso que me transmitían los míos descaradamente felices por no haberme perdido. Y, por qué no reconocerlo, una se siente importante. Así que incluso me permití fingir alguna broma "mala herba non morre tan fácil", me dejé llevar y traer como una niña pequeña y permití que se convenciesen de que todo iba, efectivamente, bien. 

Pero en realidad yo sólo podía sentir angustia... Y cabreo... Y dolor... Y miedo... Y una impotencia que amenazaba con resquebrajarme desde dentro impidiéndome reconstruir los pedacitos hasta nuevo aviso. Otra vez las caras de siempre armadas de paciencia y comprensión nunca me juzgaron, supieron esperar, respetar mis tiempos convencidos de que saldría a flote apoyada en su muleta de cariño pero firme y directa como siempre. 
Aceptar esa inquietud, casi desesperación y convertirla en un aprendizaje positivo ha sido un camino durísimo. Me ha costado muchas lágrimas, poca valentía, noches sin dormir, análisis interior a tumba abierta (casi parece un chiste lo de la tumba) y rutinas en apariencia absurdas que me han ayudado a ver luz hasta en los momentos oscuros en los que las preguntas sin respuesta bloqueaban mi racionalidad. 

Es curioso como la mente nos lleva del Paraíso al Infierno con una rapidez entre mágica y peligrosa y cómo esa velocidad lejos de apaciguarme me hacía sufrir. Porque, en los primeros días, tras volver a casa y contra todas las apuestas que veían ese momento como un paso definitivo, me sentí en el Infierno, llena de miedos y dudas. Minuto a minuto regresé al Paraíso... los ojos de mis hijos.

Desde luego esto de la muerte súbita es una experiencia brutal. Golpeó mis cimientos inesperadamente y me sentí diminuta, manejable, a merced de lo que sea que la vida tuviese preparado para mi a a la vuelta de la esquina. Imaginé algunas noches (¿por qué las ideas demenciales se nos ocurren de noche?) que la cosa se repetiría y ya no pertenecería de nuevo a ese porcentaje milagroso... a nadie le toca la primitiva dos veces. Y me sentía cobarde, frágil. Y no estaba acostumbrada a esa sensación.
No puedo ni imaginarme lo que han pasado los que me quieren. De hecho he realizado una "labor de investigación" con todos ellos para que me cuenten su versión de los hechos, cómo lo vivieron y de dónde sacaron las fuerzas para enfrentarlo. Me he dado cuenta de que ese debate existencial que me acompaña desde la adolescencia no tiene mayor razón de ser que las ansias de conocimiento y control sobre todo lo que sucede en mi vida. Y, por supuesto, el egoísmo que fluye en todo su esplendor y quiso y quiere recordar, pero creo que no será posible a pesar de lo mucho que me he esforzado. No hay que descartar la hipnosis...

Y a los 3 meses esas lágrimas tan reveladoras en el concierto de Alejandro Sanz envuelta en una abrazo cómplice, desafiando a la afinación, gritando la letra potente de una canción que parecía escrita para mi en ese preciso instante de mi vida. Un llanto que arrasó con todo. Se llevó por delante mi pudor y me abrió el alma de par en par. No por ser una fan loca, que también, sino porque lo vi todo delante de mi cara y lo ENTENDÍ, así, con mayúsculas. El camino que he recorrido estos meses ha sido algo así como digerir-aceptar-entender-avanzar. Entiendo lo que significa despertarme cada mañana y no como frase tópica de libro de auto ayuda sino porque realmente lo siento así. Pienso muchas veces a lo largo del día incluso en momentos cotidianos, aparentemente intrascendentes, en todo lo que me habría perdido si la suerte, la casualidad, el destino, la conjunción de astros o mis propias ganas de vivir no me hubiesen rescatado.

¿Cuál es la finalidad de este texto?. Simplemente seguir adelante. Y compartirlo. Porque durante estos meses de reparación interior (que no física, que estoy estupenda) una especie de bloqueo me ha impedido recuperar aficiones que requieren determinado tipo de concentración: leer y sobre todo, escribir. Y estos días ya tenía el gusano de expresarme rondando la cabeza y le he obedecido. Aún así el verano ha sido divertido, hemos hecho mil cosas en familia, todas geniales. He visto a mis amigas y he pasado momentos fuertes y especiales con ellas. E incluso duermo algunas noches del tirón...