miércoles, 8 de abril de 2020

Canas en el pelo.

En muchos aspectos de la vida de me he considerado casi siempre una privilegiada. Estaréis conmigo en que morir y resucitar no está al alcance de muchos... Y daos cuenta de que hago esta afirmación en plena Semana Santa, para atar cabos más que nada.  

Analizando estos días extraños encerrados en casa he reafirmado mi teoría. Somos privilegiados los que entendemos la vida como un intento constante de vivir momentos felices cada día. Incluso cuando los golpes son muy duros y crees que nada volverá a su sitio. 

Durante un tiempo que pareció eterno creí firmemente que nunca recuperaría la ilusión, la alegría, las ganas de crear esos momentos felices y que me había convertido para siempre en una persona gris. Sí, exactamente eso: gris. Me daba auténtico pánico ser el dibujo animado con el nubarrón encima de la cabeza sin posibilidad de huida. Sin embargo, la experiencia me dice que nunca y siempre son palabras demasiado categóricas y que el espacio y el tiempo no son lo que parece. Es cierto que quizá la sonrisa no tiene la misma luz y la determinación a la hora de afrontar las decisiones parece menos firme. Es cierto también que lo que antes era roca lo han erosionado las lágrimas y el miedo es la constante en la ecuación de los sentimientos. Pero sigo siendo una privilegiada y entender eso en el que fue el peor momento de mi vida me ha ayudado estos días.  

Analizando la parte material y económica tenemos un piso chulo, grande, lleno de luz y equipado con cualquier aparato tecnológico que se os ocurra. Ah, y casi cualquier instrumento musical que también se os ocurra. Por no hablar de nevera a tope, chuches variadas, tele grande, sofá cómodo, calefacción si llegase a ser necesaria y cada uno su habitación para respetar tiempos a solas. Vale, no tenemos jardín... pero ni Sara ni yo somos rurales...jaja (no se consuela el que no quiere...). Llegado el caso, desde una ventana, vemos el mar a lo lejos. ¿Privilegiada? Sí.

Escribiendo ahora sobre cosas serias, todos nosotros estamos, de momento, libres de ese virus y no conocemos a nadie que esté o haya estado enfermo, muchos menos que haya fallecido. ¿Privilegiada? Desde luego. Muchísimo. Sabemos de sobra el drama que están viviendo quienes pierden un familiar en estas circunstancias y no voy a insistir en lo evidente: salud, salud y después si sobra algo, también salud. 

En estos días en los que la única forma de ayudar es quedarnos en casa hay tiempo para mucho y podemos dejar listas mil cosas para los años venideros... Sirva como ejemplo: trasteros recogidos y limpios, armarios a prueba de cualquier cambio de tiempo, declaraciones de la renta de hace 10 años en cajones que por fin van al contenedor del papel, cajas llenas de libros con las hojas amarillentas, fotografías maravillosas que nos transportan a momentos felices de nuevo, cartas de amor viejas, dedicatorias para cumpleaños e incluso invitaciones o menús de bodas, bautizos y comuniones. Aparecen cintas de vídeo con actuaciones que más nos valdría haber olvidado y cintas de casete que mis hijos ni saben para qué coño sirven ni tienen intención de aprenderlo.

Todo esto es casi un ejercicio de memoria histórica al que es maravilloso sobrevivir. Es rememorar situaciones, personas, palabras... Respetar recuerdos que nos agitan el cuerpo y permitir que, al instante, nos sorprende la risa o el llanto. De pronto ha bajado el ritmo de nuestra vida y tenemos minutos de sobra para ser conscientes del paso del tiempo. Algo así como mirarnos en el espejo con calma y lamentarnos (al menos yo sí) al ver con claridad las canas que ya sabíamos que teníamos en el pelo pero que sin el tinte quedan al descubierto. Un momentazo de estos días, sin duda.

Por suerte no son canas en el alma.   


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